• Los Cuatro Caballeros

Los Cuatro Caballeros

Género: Cuento
Autor: Miguel Cotrofe

LOS CUATRO CABALLEROS

 

Hacían varios días que cabalgaban en silencio, hablando sólo lo necesario. Tanto se conocían que con gestos y miradas sabía cada uno qué se esperaba de él.

Galopaban de día deteniéndose para que los caballos descansaran y bebieran.  Su ritmo de viaje era de indudable urgencia y por eso paraban por las noches en alguna taberna donde se alimentaban frugalmente, rezaban sus oraciones y dormían en alerta. Uno de ellos lo hacía sentado para estar atento y alertar a sus compañeros.

Fornidos, sin miedo a la lucha ni al dolor, dispuestos a luchar hasta la muerte sirviendo a su rey y a su causa. Fogueados en mil batallas de las que daban cuenta sus cicatrices y su desapego por la vida propia o ajena; dotados en el arte de la lucha, conocedores de sus propias fuerzas y debilidades eran hábiles en encontrar el espacio justo para hendir el acero y eliminar a sus enemigos. Los precedía una fama que por sí sola amedrentaba a quien los desafiara en combate.

No les importaba el cansancio ni el sudor, tampoco la tierra que se les pegaba a la piel bajo las pesadas armaduras metálicas. Su misión era el motor que los impulsaba por duros caminos de tierra y piedra; con sol, lluvia o nieve, verlos pasar al galope era intimidante y muchos bajaban la mirada.

Sus caballos eran espléndidos, bien elegidos y adiestrados según sus necesidades; tanto les servían para guerrear como para trasladarse grandes distancias. De raza andaluza, negros e inteligentes; sus jinetes los manejaban casi sin necesidad de riendas y así tenían las manos libres para utilizar sus armas. Respondían automáticamente a las voces de mando aprendidas en largas jornadas de entrenamiento. Tan confiables como las armas forjadas personalmente por cada guerrero según sus preferencias.

Al tiempo que se narra esta historia llevaban seis días de marcha forzada. Cansados y doloridos seguían sin importarles ninguna molestia. Su humor sí estaba algo alterado y se notó una noche cuando en la taberna donde habían decidido pernoctar los provocó un molesto personaje del lugar. Normalmente lo habrían ignorado mirando para otro lado, pero en esa circunstancia uno de ellos lo miró de costado y se levantó en toda su estatura para encararlo daga en mano. Su mirada feroz se clavó en los ojos del otro y podría decirse que lo inmovilizó con su actitud y su presencia. No hubo necesidad de más, la risa del gracioso se apagó igual que la de los demás, que de inmediato volvieron a sus conversaciones cargadas de alcohol barato. El arma brilló con las llamas del fuego y serpenteó a la cintura del caballero quedando siempre lista para el ataque o la defensa.

No eran hombres que pelearan por gusto, lo hacían como un trabajo por el que recibían buena paga. Se conocían de muy jóvenes y así como eran capaces de dar la vida por los demás podían enfrentarse a quien se les opusiera dándoles muerte sin culpa ni pesar.

 Fieles a su rey, no cuestionaban órdenes, sólo las cumplían a cualquier costo. Tenían a su Dios por encima de todo y sentían que su inquebrantable fe los protegía de cualquier infortunio.

Iban donde se los enviaba sin preguntar, confiables por sus férreas convicciones y sus devociones. En esta oportunidad tenían que llegar a un puerto donde los esperaría el capitán de un barco que llevaría el mensaje que ellos llevaban; hacia allí se dirigían y estaban ya cerca de cumplir con su misión. Cada uno de ellos conocía una parte del plan, otros caballeros llegarían desde otros lugares del reino con otras partes del mismo. Alguien a bordo del barco uniría los fragmentos y con eso se desarrollarían las acciones a fin de llevar a cabo la conquista de los reinos vecinos. El rey pretendía ampliar su reino y ésta era la forma de que nadie conociera las ideas en su totalidad. Pronto todas las piezas estarían unidas y comenzaría a tomar las decisiones necesarias para cumplir con sus ambiciones y los caballeros eran una pieza más de su pretencioso juego.

Pronto estarían las órdenes en manos de quienes las ejecutarían y esos bravos hombres que jugaron sus vidas para lograrlo serían retribuidos con tierras y animales; lejos unos de otros – mejor que no se vieran mucho -  para que dueños de su libertad hagan de sus vidas lo que quisieran con el compromiso de no hablar jamás de sus tareas para el soberano.

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