Miró por sobre el hombro hacia ambos lados, desconfiado. Palpó por enésima vez el bolsillo derecho de su impermeable mientras sostenía con la otra mano el paraguas, juguete del viento.
El día había sido largo, tenso y las negociaciones difíciles, pero estaba llegando a su fin. Sólo tenía que entregar “eso” a quien viniera a buscarlo y podría irse a descansar como lo merecía. Nunca sospechó que las cosas no serían como pensaba.
De acuerdo con las instrucciones recibidas en el mensaje de su jefe fue al Banco, retiró de una caja de seguridad un paquete (ignoraba el contenido) y sin demora se dirigió al bar donde debía encontrarse con alguien que se identificaría con una frase en clave y entregarle el paquete prolijamente envuelto en papel madera y atado con varias vueltas de hilo choricero. Debajo se adivinaba un papel sedoso y crujiente, era notorio el bulto de un importante moño.
Permaneció un largo rato parado en la vereda de enfrente esperando que se hiciera la hora acordada. Mientras, observaba todo ansiosamente, lo perturbaba la tormenta que azotaba a la ciudad desde la mañana. La lluvia, el viento y las descargas eléctricas hacían todo más difícil, le agregaba dramatismo a un simple hecho como entregar un paquete. Entre los árboles veía sombras que se movían, sospechosas y fantasmales figuras lo rondaban. No, se dijo, son producto de mi ansiedad, y no les hizo caso.
Cuando por enésima vez miró el reloj y vio que faltaban tres minutos para el encuentro cruzó, cerró el paraguas y entró.
Rápidamente encontró la mesa del rincón derecho, al lado de la puerta de los baños. Se sentó mirando hacia la entrada y comenzó a observar el movimiento del lugar, escaso a esa hora. El dueño del bar, familiarizado con los clientes habituales charlaba de algo diferente con cada uno. Los temas iban desde el partido de la tarde hasta la posible cuarentena por esa nueva y rara enfermedad de los chinos. Con algunos discutía a favor de Boca, con otros defendía al DT de River Plate. Pero no pasó inadvertido para Osvaldo que de tanto en tanto lo miraba directamente a los ojos, como indagándolo sin sonreír. Viejo semblanteador, trataba de adivinar quién era ese señor con cara de nada. No sabía que justamente eso era un arte en su trabajo; no llamar la atención, pasar desapercibido a pesar de su particular cara ancha y huesuda con mandíbula fuerte; mirada fría y calculadora, como esperando el golpe desde cualquier lado. Cabello entrecano, descuidado como todo en él. Su vestimenta no daba ninguna información, era uno más. Listo, pensó, éste es milico. Desde su puesto detrás de la barra le preguntó qué iba a tomar. Amable y a la vez curioso tuvo que casi gritar para hacerse oír por sobre el bullicio de los pocos pero ruidosos parroquianos.
“Un café, cortado con leche fría…” fue la respuesta. Osvaldo no dejaba de fijarse en detalles tal como había aprendido durante su vida de policía. Sabía que era muy importante anticiparse a los hechos pero ya había relajado esa disciplina hacía mucho tiempo, cuando lo retiraron – lo echaron, bah – por un error cometido durante una investigación. Desde ese momento, renegado por lo que siempre consideró injusto buscó trabajo en distintos lugares hasta que dio con ese empresario (bastante trucho) que lo utilizaba en ciertas tareas para las que es importante manejarse bien en las fronteras de la legalidad; el estipendio era generoso. El conocía de sobra ese ambiente, había gastado muchos zapatos patrullando barrios, se había engrosado los nudillos convenciendo a “los muchachos” de ciertas inconveniencias. Ya estaba llegando al final de una carrera dura, tratando con gente difícil y traiciones cotidianas.
Ese día estaba particularmente bajoneado. Entre el clima, la intimación de desalojo y el cese de actividades de su jefe
– quedaría sin conchabo – y otra interminable pelea con su ex quería ir a su casa, tomarse una buena medida de ese whisky que tanto le gustaba y dormir. Dormir para olvidar. Dormir para no pensar. Dormir para no soñar. Dormir para pasar el tiempo. Dormir para alejar fantasmas. Dormir para no extrañar. Dormir para levantarse al otro día y despedirse de a poco de las calles, de la gente y – tal vez – de la vida que conocía hasta ahora. Dejaría atrás noches de guardia, vigilancias y patrullajes para ser un jubilado más, desocupado de trabajo y ambiciones. Sin sueños por cumplir, sin nietos con quien jugar. Cansado de aprietes y chamuyos, ni siquiera pensaba en hacer alguna actividad en la que no tuviera que mentir y mentirse. No estaba preparado para una vida “normal”. Para Osvaldo lo normal era caminar por el filo de la navaja, el estrés, la adrenalina, la larga espera de algo que no iba a pasar. Su escape, su válvula de seguridad era la pesca. Deporte que practicaba con muchas ganas, la única verdadera pasión que alguna vez se desató en su interior.
Desconfiado por naturaleza y por oficio sabía que cuando llegara la persona a quien entregaría el paquete que tenía en el bolsillo derecho del impermeable seguramente sería algún ex colega a quien podría incluso conocer. Se preguntaba mientras sorbía su cortado qué cara pondrían ambos al reconocerse. Los dos estarían en la misma sintonía por lo que no sería de sorpresa sino de curiosidad. “¿Para quién trabajás…?” sería la pregunta a la que los dos mentirían la respuesta.
Sonrió, y sí, tanto mentir/se estaba acostumbrado. Miró la hora en su teléfono celular y notó que habían pasado más de diez minutos de la fijada para el encuentro. Le llamó la atención porque su jefe era exigente con la puntualidad y no muchos lo hacían esperar, y él era una extensión de Raúl, poderoso empresario de día y otras cosas de noche. Perro fiel, hacía las veces de guardaespaldas, mandadero o achatanarices según las circunstancias. Hombre de un solo amo, capaz de jugarse por quien pagaba su desordenada vida, siempre lo respetó. Supo que el fin de su vida al servicio de Raúl terminaría con ese mandado ya que estaba todo arreglado para su desaparición con una fortuna y una joven amiga. Raúl tenía una deuda de honor con un amigo de la infancia a quien había prometido traer desde Venecia una importante joya confeccionada en carey y oro. Había cumplido, pagó una importante suma para poder pasar por la aduana (las tortugas están en extinción); se encontraba satisfecho y feliz por haber cumplido con su palabra. Ahora sólo faltaba entregarla para que su amigo quedara como un rey con su amante de toda la vida, la prima de su segunda esposa.
Osvaldo no sabía nada de esto, su deber era entregar el paquete y nada más. Ni siquiera tenía que recibir algo a cambio así que inquieto por el retraso hizo ejercicios de memoria para recordar el teléfono secreto que le había dejado Raúl.
Habiendo pasado cuarenta minutos, dos cortados y un vaso de soda decidió hacer la llamada que nunca pensó que tendría que hacer. Marcó el número en su celular sin saber quién lo atendería. Del otro lado de la línea estaba Raúl compungido y sollozante; le comunicó que la persona a quien esperaba nunca se presentaría ya que su patrón había sufrido un infarto masivo y estaba muerto desde hacía dos horas. No pudo avisarle antes, se disculpó, y lo liberó de la última tarea que haría para él. “¿Qué hago con el paquete…?”, lógica pregunta.
“Quedá bien con alguien, me entendés…? Quedá muy bien con alguien…nos veremos algún día, chau Osvaldo…gracias por todo…”
Llegó a su casa algo decepcionado por el resultado de su último trabajo, se quitó el impermeable y lo arrojó sobre el sillón cercano a la entrada. Dejó el paraguas chorreante sobre el felpudo, se aflojó el nudo de la corbata mientras revoleaba los zapatos mojados por la lluvia y se sirvió una generosa medida de whisky en honor a la despedida. Miró un rato la tele, comió unos bocados y se acordó del paquete que no pudo entregar. Lo abrió desinteresadamente y lo que vio no le llamó mucho la atención, gustos de ricos pensó y lo dejó sobre la mesa antes de irse a dormir.
Al día siguiente mientras desayunaba sin apuro observó la joya con más detenimiento, pero no le encontró nada de extraordinario así que la guardó nuevamente en la caja y la tiró dentro de un cajón del mueble-biblioteca. Algún día le daría utilidad.
En algún lugar de la ciudad los deudos lloraban al amigo de Raúl que hacía los últimos preparativos para su viaje sin retorno.
En otro lugar de la ciudad alguien lloraba en silencio, con desesperanza, con verdadera tristeza y sabiendo que nunca llegaría a usar la joya que su amante le había prometido.
En un cajón de un mueble desvencijado había una valiosa joya con una historia rara que tal vez nadie luciría jamás.
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